COLOMBIA DIVERSIDAD DE CULTURAS

NARIÑO TIERRA DE ENCANTO Y FOLKLORE

“Guay que sí,  guay que no la guaneña bailó aquí con arma de fuego al pecho y vestuario varonil”

Las crónicas hablan de un amor entre la ñapanga Rosario Torres con Lisandro Pabón. La interesada muchacha cambió a Lisandro por otro enamorado con dinero y de allí nació la letra de su versión que el  músico compuso para reírse del despecho o para perpetuar la traición de la ingrata. A La Guaneña le han acomodado muchos versos, pero todos, sin excepción, llevan la impronta de la ñapanga, o mujer del pueblo,   voluntariosa, de carácter rebelde e independiente, valiente y de armas tomar

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NARIÑO PATRIMONIO CULTURAL E INMATERIAL DE LA HUMANIDAD

El folclor de nuestra tierra, es rico en paisaje, expresiones culturales e inmateriales como, historia, la danza, arte, oralidad, música, traje y comida típicas; así como el juego y la lúdica expresadas en el carnaval. Nariño, la Tierra del Cóndor es tierra húmeda. Con 31 mil kilómetros cuadrados, este departamento se ha constituido en el escenario de 20 lagos y lagunas diversas en sus formas, tamaños, fauna y flora. Ubicados al suroccidente del territorio, se encuentran a la sombra de los imponentes volcanes que cunden la región.

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PUTUMAYO, EL LUGAR DONDE LA MAGIA ES COTIDIANA

El paraíso queda al otro lado del trampolín de la muerte: una carretera improvisada, angostísima y mal pavimentada que bordea abismos y atraviesa ríos cuyo caudal puede crecer y llevarse a su paso carros, camionetas y buses que intentan, temerosos, llegar del Valle de Sibundoy a Mocoa, en el alto Putumayo. Ese era el camino que recorría Carlos Jacanamijoy hace cuarenta años para visitar la finca que tenía su padre en medio de las montañas de Villa Garzón, un pueblo ubicado media hora más adelante de la capital de esta región de Colombia. Intentar alcanzar ese rincón inhóspito era y sigue siendo osado, pero tener la posibilidad de tocar el cielo con las manos, allá en ese monte sagrado, lo valía todo. Cada encuentro frente a frente con la muerte era justificado, necesario y satisfactorio. Cada paso de equilibrista era uno más para rozar el edén.

Después de cuatro horas en carro o bus hasta Villa Garzón y otra más a pie por la montaña, la familia Jacanamijoy llegaba a su casa, donde el salto del Indio, una relajante cascada de agua cristalina, le daba la bienvenida. Acto seguido, lo once niños debían pasar por un sahumerio con el que su padre, el taita Antonio, se encargaba de ponerles una barrera de protección que los defendería de los espíritus del monte. «Era territorio sagrado y los mayores nos decían que ahí podíamos morir», asegura el taita Florentino, hermano del artista. Había duendes que escondían a los más pequeños, voces de hombres que gritaban en las noches de luna menguante y tigres que aparecían y desaparecían como presencias fantasmales. «Ese lugar tenía una energía especial –agrega Florentino–. Era algo que se nos quedaba en el cuerpo y todavía hoy yo lo siento. Nos marcó para toda la vida».

Muchos años después, cuando Carlos Jacanamijoy regresó a meter los pies en esa quebrada y vio cómo el agua de la cascada parecía convertirse en humo al caer de la montaña, supo que ahí estaba lo que había estado buscando. Lo sintió. Luego de aproximarse al arte desde la academia, de aspirar con insistencia y obstinación a imitar lo que provenía de Europa, entendió que su obra tendría sentido si nacía de allí. Su trabajo debía ser una interpretación de la magia del místico Putumayo que lo vio crecer, y así creó, pieza por pieza, un homenaje a la memoria, a la cultura inga, a la infancia y a su tierra.

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